Bachiller salesiano I
Hoy recurriré a las batallitas de
abuelo Cebolleta y voy a hablar de los 6 años que pasé en un colegio salesiano
cursando el bachiller. Para los más jóvenes esto le puede sonar a ciencia
ficción.
Se trata del colegio “Sagrado
Corazón de Jesús” situado en la fértil vega antequerana a pocos kilómetros de
la ciudad. Debe su origen a la donación de la fortuna de una señora rica de mi
pueblo, Salvadora Muñoz González, que murió en 1927, viuda y sin descendientes.
Entre las condiciones exigidas a la orden incluía la construcción del colegio y
la obligatoriedad de reservar unas plazas, totalmente gratis, para niños de la
localidad sin recursos económicos. Gracias a una de ellas pude estudiar yo.
Pasé en él los años entre 1963 y 1969.
Lógicamente en un centro de estas
características la vida religiosa presidía casi toda la actividad. El mismo
profesorado estaba formado por miembros de la orden con pequeñas excepciones.
Todos los días teníamos que
asistir a la iglesia como mínimo en tres ocasiones: antes del desayuno y de la
cena, para rezar y escuchar alguna charla, normalmente del director o del
catequista; antes del almuerzo, para asistir a misa. Además se nos “recomendaba” que durante los recreos
fuéramos a hacer, “voluntariamente”, unos minutos de visita a la virgen, María
Auxiliadora, nuestra patrona. (Recuerdo que algunos las hacían supersónicas).
También, en ocasiones, se rezaba el rosario
o se realizaban actos especiales como los llevados a cabo en el mes de
mayo que era denominado mes de las flores. Además por las tardes dedicábamos un
tiempo al canto, mayormente con temas religiosos.
Algunos domingos y festivos
asistíamos a dos misas: una solo para el personal del centro y otra para los
habitantes de los cortijos de la zona y los familiares que venían a visitarnos.
(En mi despensa tengo misas acumuladas para toda la vida).
Un período especial, de máxima
religiosidad, se producía una vez al año y era los días que dedicábamos a los
“Ejercicios Espirituales”. Éstos tenían lugar en Cuaresma y eran tres días en los
que se interrumpían las clases normales y todo el tiempo se dedicaba a la
preparación religiosa. Durante ese período no se podía jugar, correr, hablar,
ni realizar ninguna manifestación violenta. Todo se empleaba en la meditación,
charlas, lecturas de vida de santos y
actos religiosos.
El tema estrella de las charlas
era siempre referido al sexto mandamiento y a lo que se conocía como el vicio
solitario. Se nos advertía de las consecuencias apocalípticas que para nuestro
cuerpo tenía la práctica de tal actividad, sobre todo si se llevaba a cabo con
relativa frecuencia. (Para evitarlo el cura vigilante de dormitorio solía estar
dando paseos hasta que creía que ya estábamos dormidos.) Recuerdo que era la
época en que ya se ponían de moda los guateques y los bailes de la juventud.
Las chicas se nos pintaban como si fueran más o menos el demonio y se nos decía
que se podía bailar con ellas pero siempre guardando las distancias.
Durante esos días disponíamos de
una pequeña escapatoria, que choca se produjera en aquel ambiente, y que
supongo se establecería como una especie de señuelo para hacérnoslo más
llevadero. Se trata de que en alguna ocasión, a los mayores de 14 años, se nos
permitía fumar durante algunas charlas. Aún recuerdo toda el aula llena de humo
y el ambiente irrespirable que se producía. (Si duran más días los ejercicios
ya nos hubiéramos cargado el planeta). Lógicamente el resto del tiempo estaba
prohibido hacerlo, aunque muchos, pertenecientes a los cursos superiores,
incumplían la norma. A veces se hacía más como prueba de hombría y de ser
aceptado por el grupo que como gusto de fumar aquellos “mataquintos”. La “sala
de fumadores” eran los servicios de los patios de recreo, siempre con el
complot de un compañero vigilante que
avisaba si algún cura se aproximaba por allí.
El 24 de mayo, día de María
Auxiliadora, acudíamos a Antequera a llevar en procesión a nuestra patrona. Nos
acompañaban en el recorrido dos colegios de religiosas de la ciudad: la
Inmaculada y las Recoletas. Cuando terminaba la procesión nos daban un pequeño
tiempo de asueto antes de coger las guaguas y volver al centro. Imagínense cómo
nos lanzábamos como posesos (y viceversa) en busca de las chicas. Al día
siguiente, durante la misa, casi todos los bancos estaban vacíos y había colas
enormes en los dos confesionarios del fondo de la capilla.
Para entenderlo trasládense a la
moral de la época y tengan en cuenta que sólo ese día y los períodos
vacacionales teníamos permitido salir del colegio. Además una de las
actividades más extendidas era hacer la pelota a los compañeros con hermanas de
buen ver para intentar que nos las presentaran en alguna de las visitas.
Por último, en lo relativo a este
aspecto, hablaré de la costumbre del besamanos. Consistía en que cada vez que
nos encontrábamos con un cura solíamos llevar a cabo esta práctica. A veces nos
encontrábamos jugando al fútbol en el patio y lo atravesaba un sacerdote,
entonces se paraba el partido y nos poníamos muchos en cola para besarle la
mano.
Estos actos no siempre se hacían
por la religiosidad que inculcaban y que algunos podían sentir como verdadera.
En ocasiones tenían otro interés, ya que
los boletines de notas se entregaban mensualmente y los mejores recibían unos
premios apetecibles denominados “Cuadro de Honor”. Entre la condiciones para
obtenerlos, la primera era conseguir sobresaliente en Conducta, Urbanidad y Religión. Por lo tanto de vez en
cuando había que echarle un poco de “teatro” al asunto.
De esta y otras cuestiones
hablaré en próximas entregas de batallitas.
Un saludo compañer@s.
(Sobre la foto de alumnos hay que
decir que ya nosotros cuidábamos de que no hubiera moros en la costa).
Diego Arrebola Gómez
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