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viernes, 16 de enero de 2015

Bachiller salesiano I por Diego Arrebola Gómez


Bachiller salesiano I

Hoy recurriré a las batallitas de abuelo Cebolleta y voy a hablar de los 6 años que pasé en un colegio salesiano cursando el bachiller. Para los más jóvenes esto le puede sonar a ciencia ficción.

Se trata del colegio “Sagrado Corazón de Jesús” situado en la fértil vega antequerana a pocos kilómetros de la ciudad. Debe su origen a la donación de la fortuna de una señora rica de mi pueblo, Salvadora Muñoz González, que murió en 1927, viuda y sin descendientes. Entre las condiciones exigidas a la orden incluía la construcción del colegio y la obligatoriedad de reservar unas plazas, totalmente gratis, para niños de la localidad sin recursos económicos. Gracias a una de ellas pude estudiar yo. Pasé en él los años entre 1963 y 1969.




Lógicamente en un centro de estas características la vida religiosa presidía casi toda la actividad. El mismo profesorado estaba formado por miembros de la orden con pequeñas excepciones.

Todos los días teníamos que asistir a la iglesia como mínimo en tres ocasiones: antes del desayuno y de la cena, para rezar y escuchar alguna charla, normalmente del director o del catequista; antes del almuerzo, para asistir a misa. Además  se nos “recomendaba” que durante los recreos fuéramos a hacer, “voluntariamente”, unos minutos de visita a la virgen, María Auxiliadora, nuestra patrona. (Recuerdo que algunos las hacían supersónicas). También, en ocasiones, se rezaba el rosario  o se realizaban actos especiales como los llevados a cabo en el mes de mayo que era denominado mes de las flores. Además por las tardes dedicábamos un tiempo al canto, mayormente con temas religiosos.

Algunos domingos y festivos asistíamos a dos misas: una solo para el personal del centro y otra para los habitantes de los cortijos de la zona y los familiares que venían a visitarnos. (En mi despensa tengo misas acumuladas para toda la vida).

Un período especial, de máxima religiosidad, se producía una vez al año y era los días que dedicábamos a los “Ejercicios Espirituales”. Éstos tenían lugar en Cuaresma y eran tres días en los que se interrumpían las clases normales y todo el tiempo se dedicaba a la preparación religiosa. Durante ese período no se podía jugar, correr, hablar, ni realizar ninguna manifestación violenta. Todo se empleaba en la meditación, charlas, lecturas de vida de santos  y actos religiosos.

El tema estrella de las charlas era siempre referido al sexto mandamiento y a lo que se conocía como el vicio solitario. Se nos advertía de las consecuencias apocalípticas que para nuestro cuerpo tenía la práctica de tal actividad, sobre todo si se llevaba a cabo con relativa frecuencia. (Para evitarlo el cura vigilante de dormitorio solía estar dando paseos hasta que creía que ya estábamos dormidos.) Recuerdo que era la época en que ya se ponían de moda los guateques y los bailes de la juventud. Las chicas se nos pintaban como si fueran más o menos el demonio y se nos decía que se podía bailar con ellas pero siempre guardando las distancias.

Durante esos días disponíamos de una pequeña escapatoria, que choca se produjera en aquel ambiente, y que supongo se establecería como una especie de señuelo para hacérnoslo más llevadero. Se trata de que en alguna ocasión, a los mayores de 14 años, se nos permitía fumar durante algunas charlas. Aún recuerdo toda el aula llena de humo y el ambiente irrespirable que se producía. (Si duran más días los ejercicios ya nos hubiéramos cargado el planeta). Lógicamente el resto del tiempo estaba prohibido hacerlo, aunque muchos, pertenecientes a los cursos superiores, incumplían la norma. A veces se hacía más como prueba de hombría y de ser aceptado por el grupo que como gusto de fumar aquellos “mataquintos”. La “sala de fumadores” eran los servicios de los patios de recreo, siempre con el complot de un  compañero vigilante que avisaba si algún cura se aproximaba por allí.
 
El 24 de mayo, día de María Auxiliadora, acudíamos a Antequera a llevar en procesión a nuestra patrona. Nos acompañaban en el recorrido dos colegios de religiosas de la ciudad: la Inmaculada y las Recoletas. Cuando terminaba la procesión nos daban un pequeño tiempo de asueto antes de coger las guaguas y volver al centro. Imagínense cómo nos lanzábamos como posesos (y viceversa) en busca de las chicas. Al día siguiente, durante la misa, casi todos los bancos estaban vacíos y había colas enormes en los dos confesionarios del fondo de la capilla.

Para entenderlo trasládense a la moral de la época y tengan en cuenta que sólo ese día y los períodos vacacionales teníamos permitido salir del colegio. Además una de las actividades más extendidas era hacer la pelota a los compañeros con hermanas de buen ver para intentar que nos las presentaran en alguna de las visitas.

Por último, en lo relativo a este aspecto, hablaré de la costumbre del besamanos. Consistía en que cada vez que nos encontrábamos con un cura solíamos llevar a cabo esta práctica. A veces nos encontrábamos jugando al fútbol en el patio y lo atravesaba un sacerdote, entonces se paraba el partido y nos poníamos muchos en cola para besarle la mano.

Estos actos no siempre se hacían por la religiosidad que inculcaban y que algunos podían sentir como verdadera. En ocasiones tenían  otro interés, ya que los boletines de notas se entregaban mensualmente y los mejores recibían unos premios apetecibles denominados “Cuadro de Honor”. Entre la condiciones para obtenerlos, la primera era conseguir sobresaliente en Conducta,  Urbanidad y Religión. Por lo tanto de vez en cuando había que echarle un poco de “teatro” al asunto.

De esta y otras cuestiones hablaré en próximas entregas de batallitas.

Un saludo compañer@s.


(Sobre la foto de alumnos hay que decir que ya nosotros cuidábamos de que no hubiera moros en la costa).


Diego Arrebola Gómez






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